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Cena de Navidad.


Globo de finales del siglo XIX.

A las diez de la noche de aquella fría y húmeda nochebuena, los operarios de la fábrica de hidrógeno liberaron los anclajes del globo. Un saludo de despedida, y el enorme balón, con su barquilla de mimbre colgando, desapareció entre las nubes bajas. Algunos amigos habían acudido a compartir el momento del despegue con el solitario piloto. Le habían dejado regalos, una barra de turrón blando, un pichón relleno y una botella de vino de Rioja, y como no, una botella de cava. Todo ello perfectamente acomodado en una cesta de mimbre impermeabilizada con un forro.

El globo se internó en la oscuridad mientras ascendía. El piloto iba comprobando el altímetro barométrico. Se arrebujó en su capote. Del apéndice del globo no paraba de caer agua de lluvia, en forma de ducha helada.

Tras dos horas de lenta ascensión en la oscuridad, tuvo que soltar lastre para evitar la bajada del globo. Empapado y aterido de frío, el piloto pudo disfrutar, por fin, del espectáculo de la noche estrellada. El firmamento formaba un tapiz con una cantidad casi infinita de puntos de luz. Pudo distinguir Venus, el punto más grande y luminoso. No había luna. Localizó la Osa Menor, y la Estrella Polar. Estaba navegando hacia el sur, y había alcanzado los tres mil metros. Estaba ensimismado en aquel maravilloso escenario, que había disfrutado en muchas ascensiones nocturnas. Llevaba setenta en total, quizás quince o veinte de noche, y de ellas, al menos cuatro en solitario. De pronto reparó en el altímetro, tres mil quinientos metros, si no abría la botella de cava, estallaría y se perdería el preciado líquido.

Por debajo, el interminable manto blanco formado por una capa homogénea de estratos se podía percibir claramente si se dejaba aclimatar la vista. Sabiendo la dirección de su movimiento, fuera de las nubes y de la fría lluvia, y con el firmamento como única compañía, el aeronauta se dispuso a disfrutar de una solitaria cena de navidad. La pequeña mesa de observación y la tenue luz de la lámpara servirían de improvisado salón comedor.

-¡Estás loco, a tu edad, una ascensión en solitario, de noche y en nochebuena! - eso le había dicho Irene, su mujer, cuando le planteó su idea.

Dibujó una sonrisa de puro amor. Aquella mujer a la que había conocido de niña en la Academia de Ingenieros, y que luego se encontró de jovencita en el teatro, siendo él un solterón empedernido. Se sostuvieron la mirada de lejos como un juego, ella con curiosidad juvenil y él tratando de adivinar si la diferencia de edad era descabellada para pedirle matrimonio.

El pichón estaba delicioso acompañado del cava. Eso era la felicidad, volar en solitario, bajo el infinito firmamento, suspendido en el aire límpido de la noche y acompañado por la imagen de sus seres queridos y de sus amigos. Con el cava tenía más que suficiente, pensó que guardaría la botella de Rioja para regalar a los siempre improvisados ayudantes en el aterrizaje. Cortó un trozo de turrón como postre, y su mente, más viajera que su cuerpo, le llevó a Le Mans, a un viejo aeródromo.


Emilio Herrera en la Copa Gordon Bennett


El turrón se lo había regalado su amigo Alfredo. Era un compañero de promoción. Los dos eran ingenieros, los dos eran pilotos. En 1908, nuestro piloto y Alfredo Kindelán habían participado juntos en la Copa Gordon-Bennett de travesía en globo, en Berlín. A la vuelta pararon en Le Mans, donde por primera vez vieron volar una aeronave más pesada que el aire. Era una exhibición de los hermanos Wright. El avión aceleró torpemente sobre las praderas de Le Mans y tras dar dos cortos saltitos se elevó en un vuelo rasante a cinco metros del suelo.

-¿Cómo es posible? - gritaba Kindelán emocionado - ¿Estás viendo lo mismo que yo? - lo recordaba perfectamente.

-Es la velocidad, Alfredo, la velocidad crea una fuerza que le sostiene en el aire - dijo nuestro piloto - Hay cuatro fuerzas contrapuestas: sustentación, peso, tracción y resistencia.

-¡Es un milagro! - Kindelán reía como si estuviera poseído, sin prestar atención a las explicaciones - ¡Como me gustaría pilotar uno de esos algún día!

-No creas que tardaremos mucho - fue la respuesta.

Y así fue. No habían pasado ni cinco años de aquella exhibición de vuelo en los campos de Le Mans, y nuestro piloto, con su amigo Kindelán, y otros tres oficiales del cuerpo de ingenieros militares, comenzaban el curso de piloto, en el aeródromo de Cuatro Vientos. Los aviones eran tan frágiles que tenían que despegar antes de amanecer para evitar las turbulencias en el aire, producidas al calentarse con el sol. Al principio no volaban, solo rodaban por la pista con el motor en marcha. Pero los dos profesores que envió la casa Farman, no les habían explicado que al ganar velocidad tenían que mantener la palanca atrás para evitar que el avión se fuese al aire. En su primer día subido al avión se fue al aire al acelerar, entró en perdida y se destrozó contra el suelo, afortunadamente sin ningún perjuicio para el piloto.

Ya estando en poder del título de piloto civil, los cinco estaban en condiciones de obtener el de piloto militar, aunque requería unas pruebas más complicadas: un vuelo a Guadalajara desde Cuatro Vientos y vuelta, o un planeo desde doscientos metros con el motor parado.

Nuestro piloto abandonó por un momento sus pensamientos y se centró en el vuelo del globo, la altitud se había estabilizado a cuatro mil metros. Ya no había nubes, y la tierra se dejó ver bajo el globo. Intentó averiguar donde se encontraba, y justo abajo, ligeramente al oeste, se podían ver las luces de una ciudad. No le costó mucho identificarla. Entre las luces, un cerco oscuro rodeaba la ciudad por el sur, era el Tajo, y pudo distinguir claramente las luces del Alcázar y la Academia de Infantería. Estaba sobrevolando Toledo.

Su mente volvió a 1911, cuando el coronel Vives le había enviado a Francia para realizar un curso de un nuevo avión.

El problema es que ese nuevo avión no se pilota como el Farman - dijo el coronel Vives - el alabeo no se maneja con la palanca, sino con los pedales, a ti te gustan esos retos - El nuevo Nieuport IV, un avión monoplano, tenía los mandos distribuidos de forma diferente, tendría que olvidar los automatismos que había aprendido y aprender a volar de otra forma.

No se preocupe mi coronel, si nadie quiere ir a ese curso, iré yo - dijo nuestro piloto.

Al poco tiempo de terminar el curso de pilotos militares fueron enviados a Marruecos, con los Farman y los Nieuport IV. Kindelán había sido el piloto militar número uno, el coronel Vives le había pedido a nuestro piloto que dejara a su amigo terminar antes. Los dos iban a la par, pero Kindelán era más antiguo en la jerarquía. En Marruecos se acostumbraron a volar y recibir tiros al mismo tiempo, era solo un riesgo más.

Recordaba el día que se enteraron de que el rey Alfonso XIII había viajado a Sevilla. Echagüe, su compañero de vuelos y de promoción, era sobrino del general Marina, que era el comandante militar en Tetuán. Entre los dos le convencieron para llevar el informe semanal al rey, en avión. Normalmente, se llevaba en barco.

Despegaron en el Nieuport IV a primera hora de la mañana, aquel día 13 de febrero de 1914. Por primera vez un avión cruzaba el estrecho de Gibraltar. Al sobrevolar el Peñón, los ingleses, sorprendidos, comenzaron a disparar, pero ninguna de sus armas podía alcanzarles a esa altura. Recordaba a su amigo Echagüe, enfadado por los disparos, gritando: “¡Gibraltar español!”. Una sonrisa afloró en el rostro de nuestro piloto cuando recordó como se habían quedado sin combustible a la vista de Sevilla. Aterrizaron con el motor parado en la dehesa de Tablada entre toros bravos que huyeron asustados. A menos de un kilómetro estaba el rey con unos amigos, en el edificio del Tiro de Pichón. Les vieron y el rey envió un coche a recogerles. Cuando le entregaron el informe dijo:

-Vaya, no sabía que ahora el Ejército tenía correo aéreo. ¡Qué velocidad!


Herrera y Echagüe sobrevolando el Peñon (Carlos Alonso).


No tanta como la velocidad de la luz. Unos años más tarde, como miembro de la Sociedad Matemática, nuestro piloto había publicado varios estudios cuestionando algunos aspectos de la teoría de la relatividad, de Albert Einstein. Concretamente el hecho de que la velocidad de la luz fuese una constante. En 1923, Einstein viajó a Madrid para dar una conferencia. Allí se encontraron, y pudieron discutir abiertamente sobre el tema. Nuestro piloto recordaba como tuvo que poner a prueba sus conocimientos de alemán. Los presentes ya tenían serias dificultades para seguir la conversación de nuestro viejo coronel con el sabio alemán, por los conceptos matemáticos que manejaban. Para colmo hablaban en alemán. La mente, relajada, se llenó de integrales al recordar aquella conversación. Durante años mantuvieron una correspondencia eminentemente matemática pero también filosófica.

Las luces del alba comenzaron a aparecer en el horizonte, y nuestro piloto tenía un poco de hambre, así que volvió a abrir la cesta con el pichón relleno y pan, y se tomó un bocado para quitarse el gusanillo. Estaba sobrevolando los montes de Sierra Morena, y al suroeste se extendía un mar de niebla sobre el valle del Guadalquivir. Poco a poco, las primeras luces iban dando relieve a las montañas. Las cumbres de Sierra Nevada, a lo lejos, iluminadas por los primeros rayos de sol, habían adquirido un tono rosáceo. La temperatura había empezado a subir. La sensación de frío le había abandonado, y el estómago lleno con un muslo del pichón, junto al efecto de los últimos sorbos de cava, le produjeron una sensación de felicidad incomparable.

Las cumbres de Sierra Nevada, le llevaron a recordar aquel viaje desde Friedrichshafen en Alemania, hasta Pernambuco en Brasil, a bordo del dirigible “Graf Zeppelin”. Durante años había dirigido una comisión para desarrollar un proyecto de línea de transporte con dirigibles, que uniera Europa con Sudamérica. Era el año 1930, y el piloto e ingeniero de la casa Zeppelin, Hugo Eckener, le había invitado a viajar como segundo piloto. Eckener era su amigo, no en vano llevaban diez años batallando contra viento y marea, para sacar adelante la línea de dirigibles. Desde que entraron en España hasta el aterrizaje en Sevilla, nuestro viejo coronel había ido a los mandos del dirigible. Durante el viaje debía compartir su camarote con don Alfonso, el infante de Orleans, a quien ya había llevado de pasajero en el Nieuport IV años antes, una mañana en 1912. En aquel vuelo tuvieron un incidente y se le paró el motor sobre Madrid. Llegaron planeando a Cuatro Vientos, y el viejo coronel tuvo que pedir al Infante de Orleans que no dijera nada. Ese planeo era el requisito que le faltaba para conseguir el título de piloto militar, pero debía esperar a que lo obtuviera su amigo Kindelán como le había pedido el coronel Vives. Don Alfonso guardó el secreto.

En aquel vuelo en el dirigible “Graf Zeppelin” no tuvieron incidentes. Sin embargo, una señora admiradora del infante, se les metía todas las tardes en la cabina, y no les permitía acostarse temprano para madrugar y poder ver el paisaje. La señora permanecía en el camarote hablando sin parar, y cuando le pedían que se fuera, porque tenían que desnudarse, la señora respondía: “Desnúdense ustedes, por mí no se preocupen.” Allí tenían que seguir aguantando el charloteo hasta que la señora se cansaba, y se iba a dormir. La caballerosidad se volvía santa paciencia.

El dirigible llegó a Pernambuco y de allí voló a Nueva York. Recordando al Infante de Orleans y la amistad que les unió en aquel viaje, el rostro se le iluminó con una amplia sonrisa.



El Graf Zeppelin.


En Cuatro Vientos, en 1936, había comenzado uno de sus más osados proyectos, viajar al espacio, a los límites de la atmósfera. Algunos científicos como el suizo Auguste Piccard ya lo habían hecho en un globo estratosférico, pero con una cápsula hermética. Él pretendía hacerlo en una barquilla abierta. Para ello diseñó el primer traje espacial, el precursor de aquel que debía llevar al hombre a la luna tres décadas más tarde. Aquella ascensión en globo, hasta más allá de la estratosfera, nunca se realizó. Meses antes de la fecha planeada, comenzó en España la guerra civil. Su rostro se llenó de tristeza.

Al comenzar la guerra civil, su hijo pequeño se alistó como piloto siguiendo los pasos de su padre. Por circunstancias del destino, el viejo coronel había permanecido fiel al gobierno. Años antes había sido excusado por parte de Alfonso XIII de su juramento como “Gentilhombre de cámara” cuando el rey se exilió, dando lugar a la Segunda República. Su hijo se había hecho piloto en Rusia, y cuando volvió le esperaba el mando de una escuadrilla de caza, con aviones Polikarpov I-15 apodados “Chatos”. El 1 de septiembre de 1937, su hijo murió abatido por la caza enemiga en la batalla de Belchite. Solo tenía 19 años. Su amigo de juventud, y ahora jefe de la aviación enemiga, Alfredo Kindelán, le envió una carta: “Tu hijo murió bravamente en combate y por muerte instantánea, según parece, pues no estaba incendiado el avión. No sabes lo que Lola y yo nos hemos compadecido y nos compadecemos. Para que hablar más…” Las lágrimas afloraron en el rostro ajado del veterano piloto. El aire, que le había dado las mayores alegrías de su vida, también le había producido la mayor de las tristezas.

El resto de su vida permanecería exiliado con su familia, en París y en Ginebra. Pero ahora volvía a volar sobre aquella tierra maravillosa, en la que los lugareños le cantaban al aterrizar: “Si algún día una nación nos quisiera hacer la guerra, con un globo y un cañón, ganará el teniente Herrera.”


Traje espacial diseñado por Herrera.


El globo estaba ya bajando para aterrizar, sobrevolando Granada. En el cementerio, podía oír las palabras de un hombre al que creía conocer. Era Mario Soares, un amigo, opositor al régimen de Salazar, y también exiliado en París.

Aquel joven abogado, que ahora era presidente de Portugal, acababa de pronunciar su nombre: “Como dijo el general Emilio Herrera Linares, todos debemos desear el progreso científico de la humanidad, pero sin dejar atrás su progreso moral. Si no, la existencia del género humano corre gran peligro. Honremos hoy su memoria”. El viejo coronel comprendió que aquel vuelo no era un vuelo cualquiera, era el último vuelo, el vuelo de su alma hasta su tierra natal. Era el viaje definitivo “del aire al más allá”. Y entonces vino a su mente un poema de Juan Ramón Jiménez:

“… y yo me iré. Y se quedarán los pájaros

cantando.

Y se quedará mi huerto con su verde árbol,

y con su pozo blanco.

Todas las tardes, el cielo será azul plácido,

y tocarán, como esta tarde están tocando,

las campanas del campanario”.

A la memoria de Emilio Herrera Linares.





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